
Durante años,
Santa no llegó a mi casa.
No hubo pavo en la mesa
y sólo un pequeño árbol
comprado en los saldos
horas antes de Nochebuena.
Uno de esos diciembres
caminaba con mi madre
y vi en una tienda un par de zapatos
negros, de terciopelo,
con hebilla brillante.
Le pedí que me los regalara
porque había sido una chica buena.
Ella se acercó al aparador, vio el precio
y seguimos caminando.
La mañana de Navidad
vi mi regalo bajo el pino:
la caja más grande.
Adentro estaban los zapatos.
Me los puse enseguida
y bailé con ellos por la sala.
Mis hermanas pequeñas
recibieron juguetes diminutos,
algunos dulces,
y yo tenía estos zapatos negros
de terciopelo, con su hebilla brillante.
Después regresó Santa,
el pavo, los gorros rojos,
el árbol de Navidad de tres metros.
Mi madre nunca menciona esa época.
Tampoco cuando me fui de casa.
Las madres siempre hacen lo posible por cumplir los sueños de nuestra infancia. Por eso me honra ahora el poder cumplirle a ella los suyos. Ahora que es una abuelita con emociones de niña…